martes, 30 de diciembre de 2014

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UTILIDAD DE LA FILOSOFÍA
Victoria Camps
Universidad Autónoma de Barcelona
                       


                                                                              I

                Suele decirse que la filosofía nace de la admiración (thaumasthein) y del deseo de saber. Los primeros filósofos se preguntan por muchas cosas que no llegan a explicarse: de dónde venimos, hacia dónde vamos, cuál es el principio de todas las cosas, qué es el movimiento, cómo es posible que el ser permanezca más allá de los cambios, ¿existe un Ser Inmutable? Son preguntas muchas de las cuales permanecen sin respuesta y, formuladas de otra forma, no han dejado de ser objeto de la preocupación de los filósofos.

            En este sentido, se ha entendido la filosofía como la madre de todas las ciencias. Casi hasta el siglo XVIII, los filósofos no eran sólo, como hoy, humanistas, hombres de letras, sino, al mismo tiempo, científicos: matemáticos, geómetras, físicos, psicólogos, sociólogos.  Su aproximación a las cosas era mucho más completa que la de los especialistas de nuestro tiempo.  Más completa porque el conjunto del conocimiento era mucho más abarcable que hoy.

            Como consecuencia de la división del saber, las ciencias se han ido autonomizando y atomizando. Las ciencias exactas, las ciencias naturales, las ciencias de la salud, las ciencias sociales se han ido constituyendo en distintos ámbitos del conocimiento cada uno de los cuales, a su vez, se ha subdividido en una serie de disciplinas independientes e incomunicadas entre sí. Este es el panorama que ofrecen los centros del conocimiento superior que son las universidades. Un panorama muy distinto al que presentaba la universidad medieval, e incluso la universidad dieciochesca, dibujada por Kant en El conflicto de las facultades, cuando las Facultades en conflicto eran, nada menos, que la Teología, la Medicina y la Filosofía.


            De la evolución del conocimiento y su fragmentación en distintas ciencias o disciplinas cada vez más específicas y especializadas derivan una serie de consecuencias, una de las cuales es la brecha cada vez mayor entre las llamadas “dos culturas”. Por un lado, la cultura científica, las ciencias empíricas, exactas y naturales; por el otro, la cultura humanística.  Entre ambos polos, unas ciencias sociales que pugnan por ubicarse en el área de la cultura científica y abandonar la de las humanidades, fascinadas por la exactitud, el rigor y sobre todo el prestigio que acompaña a las ciencias propiamente dichas. Dicha separación –como notó el primer denunciante de la misma, el oncólogo C.P. Snow- es especialmente lamentable por la incomunicación que ha derivado de la distancia entre las dos culturas. Hoy es muy difícil que los científicos de unos y otros ámbitos lleguen no ya a entenderse, en las jergas particulares desarrolladas por cada uno de ellos,  sino que tengan la voluntad de comunicarse. La mutua extrañeza, la indiferencia, la falta de curiosidad o el desprecio son las actitudes que suelen caracterizar a los que se mueven en su torre de marfil y no sienten ninguna necesidad de salir de ella para asomarse al exterior.

            No hace falta explicar con mucho detalle que la facultad universitaria que ha acabado siendo la más damnificada por la evolución del saber, la cenicienta de las facultades, es la que tradicionalmente ha respondido a la denominación de “Filosofía y Letras”. No sólo las ciencias humanas, y muy en especial la Filosofía, han ido siendo testigo de cómo las ciencias más empíricas les iban arrebatando los productos que cultivaban, sino que, al mantenerse fieles a su vocación primera que era la admiración y la contemplación (theorein), han ido perdiendo el atractivo que en tiempos tuvieron. Al pragmatismo, al sentido exclusivamente utilitario, a la búsqueda de una rentabilidad mayormente económica, que caracterizan al mundo de hoy, les cuesta dar una respuesta satisfactoria y convincente a la pregunta: ¿para qué sirven la filosofía, la historia, la filología?  ¿A qué viene que sigamos manteniendo las facultades de humanidades cuando hay una oferta de conocimientos y de futuros profesionales mucho más demandados y, sobre todo, necesarios, útiles? ¿Qué otra cosa pueden hacer los filósofos que reproducir su propia historia, reflexionar sobre lo que dijeron Aristóteles, Platón, Descartes, Kant o Nietzsche, esto es, mantener unos conocimientos muertos que, como mucho, sólo se justifican como parte de nuestro patrimonio cultural?

            Sin duda dicha tarea, la de conservar y cultivar el patrimonio filosófico, ya sería justificación suficiente para que los estudios de filosofía se mantuvieran. Pero lo que pretendo defender aquí es otra cosa. Me propongo defender la utilidad de la filosofía en nuestro tiempo, mi convicción de que los filósofos tienen una función que cumplir en la sociedad desespiritualizada en la que vivimos. La función de distanciarse de la realidad para pensarla, intentar entenderla y, si cabe, juzgarla. Es cierto que todas las ciencias realizan dicha función, pero la aplican a un objeto de conocimiento muy delimitado. Ahí está la diferencia con la filosofía cuyo objeto de estudio es, sin duda, amplísimo, pero en ningún modo desprovisto de interés. Lo constituyen ni más ni menos que  los problemas que hoy tiene planteados el ser humano, problemas que, evidentemente, tendrán, en cada caso, componentes físicos, biológicos, médicos, sociológicos, psicológicos, pero que, como tales problemas, no son abarcables en exclusiva por ninguna de las ciencias especializadas. En la era de la globalización, la filosofía podríamos decir que aporta esa visión global que se hace imprescindible cuando el problema es abandonado como irresoluble o implanteable por las distintas ciencias.

            Tal condición del filósofo, a la vez que es necesaria ante una realidad sembrada de grandes problemas,  es la que le convierte en un personaje inepto para la vida activa, para la gestión o para la política. Ya en la Antigüedad griega, los filósofos fueron sistemáticamente ridiculizados por estar en las nubes y no saber aterrizar ante las cuestiones más cotidianas. Se cuenta que Tales de Mileto, mirando a los astros, no vio el pozo que tenía a sus pies, en el que cayó provocándole la muerte. Platón, en varios de sus Diálogos, saca a personajes que se ríen de la torpeza de los filósofos para defender una causa ante los tribunales. Aun así, y al lado de tales críticas, el mismo Platón se encarga también de hacer el elogio del filósofo como el único que es capaz de discurrir libremente sin subordinar sus pensamientos y a los imperativos de nadie. El filósofo es libre y tiene el ocio suficiente para pensar con tranquilidad y sin los apremios cotidianos o de los poderes de turno. El filósofo no está subordinado a su discurso sino que éste le pertenece (cf. Teeteto, 172 ss.).

            De todos los personajes que aparecen en los Diálogos platónicos, Sócrates es, sin duda, el que encarna mejor la libertad del filósofo. Una libertad que ejerce con ironía, desde la convicción de que su saber es limitado, una actitud aparentemente modesta, que le permite cuestionarlo irónicamente todo. Sócrates se dedica sistemáticamente a poner de manifiesto la ignorancia de quienes se creen sabios, los sofistas. Lo hace por el procedimiento de no dar nada por válido sin haberlo analizado meticulosamente, tratando de encontrar la cara escondida de las cosas, lo que pasa desapercibido para las mentes poco profundas, dedicándose a plantear problemas donde parece que todo está perfectamente claro.  Esa práctica le conduce asimismo a la muerte. Los poderosos no toleran la crítica corrosiva de la “mosca cojonera” que es Sócrates y le condenan sin escrúpulos.

            Si damos un salto hasta la época moderna, nos encontramos con otro filósofo que proclama sin paliativos el valor del pensamiento libre: Immanuel Kant. En el opúsculo titulado “¿Qué es la Ilustración?” responde a la pregunta por él mismo planteada  diciendo que ser ilustrado no es otra cosa que atreverse a pensar por uno mismo. El ilustrado ha alcanzado la mayoría de edad intelectual, se ha emancipado de los conocimientos adquiridos para quedarse sólo con aquellos que merecen la pena y le sirven para seguir pensando y viviendo correctamente. El sapere aude!, “atrévete a saber” es, a juicio de Kant, la máxima que sirve de guía al pensamiento ilustrado. Un pensamiento que no se ampara en las revelaciones de los dioses ni en explicaciones ajenas a las que provienen de la razón humana. Un pensamiento que hace el esfuerzo de caminar por sí solo, sin dependencia ninguna.

            Para acabar con este recorrido por algunos momentos de la filosofía, quiero referirme a una filósofa que, recogiendo la herencia kantiana, proclama que el pensamiento y el juicio constituyen el núcleo de la conciencia moral. Me refiero a Hanna Arendt, la filósofa judía que, tras acudir al juicio del dirigente nazi Albert Eichmann, escribe el conocido libro, Eichmann en Jerusalén, y le pone el subtítulo: La banalidad del mal.  Es la conclusión que saca Arendt de asistir al juicio: que Eichmann no era precisamente un hombre malvado ni diabólico. Era un mero burócrata, un individuo que dejó de pensar y de preguntarse por la bondad o maldad de lo que la máquina burocrática le ordenaba que hiciera. Más que un ser especialmente perverso, era “superfluo” como ser humano, intercambiable con cualquier otro individuo de su misma calaña. Una víctima del totalitarismo cuyo objetivo último es precisamente este: convertir a los individuos en seres superfluos, acabar con la individualidad y, en consecuencia, con la libertad.

            Pues bien, esa dedicación al pensamiento que siempre ha sido característica, y casi privativa, de la filosofía, creo que hoy es más necesaria que nunca. Lo es porque el pensamiento ha desaparecido de nuestra realidad. Vivimos en la sociedad llamada de la información. La red de comunicaciones que nos conectan con lo más recóndito del mundo, es cada vez más sofisticada y más completa. Estamos informados o podemos obtener información de casi todo. Pero no pensamos sobre esa información. La información es fugaz: empieza y acaba en muy pocos días.  No da tiempo a profundizar en ninguna cuestión. La noticia tiene que ser siempre nueva, una primicia. Las noticias se gastan muy rápido y en seguida aburren. La información mediática está en el extremo opuesto de ese discurso libre que Platón le adjudicaba al filósofo, que está provisto del ocio y la  independencia suficientes para dedicarse a pensar en lo que quiera y como quiera.

            Mucha información pero insuficiente e insatisfactoria, tal es la realidad. Desarrollo impresionante de las ciencias, pero las grandes preguntas siguen irresueltas. Podemos hacernos eco de lo que Ludwig Wittgenstein reconocía hace casi un siglo: “Tenemos la sensación de que aún cuando todas las posibles preguntas científicas tuvieran respuesta, no habríamos tocado en absoluto los grandes problemas de la vida”.

            La función de la filosofía es pensar. Pero, no nos engañemos. El pensar tiene unas características que lo hacen poco fiable. Dedicarse a pensar tiene toda la apariencia de ser una tarea inútil. Porque no está nada claro que pensar sobre las cuestiones más difíciles conduzca al saber, sea útil para la vida, resuelva los enigmas del mundo ni de fuerzas para la acción. De esta forma tan poco alentadora, por lo menos, resumía Heidegger las características del pensamiento en su conocido ¿Qué significa pensar?.  La respuesta a la pregunta –dice Heidegger- se resume en cuatro frases:

1.    El pensar no conduce a ningún saber, a diferencia de las ciencias.
2.    El pensar no trae una sabiduría útil para la vida
3.    El pensar no resuelve ningún enigma del mundo.
4.    El pensar no confiere inmediatamente ninguna fuerza para la acción.

            No podemos pedirle mucho al pensar, efectivamente. Por lo menos, no podemos pedirle resultados verificables, que es lo que puede dar la ciencia empírica. El pensar filosófico es omniabarcante, pero modesto.  O dicho con la expresión de los antiguos: es aporético. Suele llevar a callejones sin salida. De ahí la indiferencia o el desprecio que merece la dedicación a la actividad de pensar en una época donde lo que se valora, por encima de todo, es la productividad, la eficacia y la rentabilidad económica. 


                                                           II


            Hemos dicho que lo que caracteriza al pensamiento filosófico, según la opinión casi generalizada de las voces más autorizadas, es la libertad y la independencia de cualquier tipo de ataduras sean éstas políticas, religiosas o  económicas. La única dependencia, por llamarla así, que tiene la filosofía es, en todo caso, la de su propia inercia discursiva. Ninguna disciplina escapa a la dominación de las escuelas, de las modas y de lo que, en cada momento histórico, se lleva. Así, en el siglo XX hemos pasado por la moda existencialista, analítica, estructuralista, deconstruccionista. En cualquier caso, y más allá de las distintas corrientes de pensamiento, lo que hoy predomina en filosofía es una clara tendencia hacia la reflexión moral y política. Los grandes filósofos de la actualidad destacan en ese campo y no en otros tradicionalmente más potentes como lo fueron la metafísica, la epistemología o la historia. Filósofos como Habermas, Rawls, Rorty, Finkielkraut se dedican, sobre todo, a reflexionar sobre la justicia distributiva, el conflicto religioso, la eugenesia, la política  de Bush, el imperio del lujo.

            Hay un ámbito, especialmente, en el que la filosofía ha entrado plenamente contribuyendo a construir una disciplina nueva. Me refiero a la bioética, el fin de la cual es reflexionar sobre todos aquellos problemas que afectan a la vida en la tierra y, sobre todo, a la vida humana. El inventor del vocablo “bioética” fue un cancerólogo norteamericano, V.R. Potter, que, en 1971, sintió la necesidad de dar nombre a “una nueva disciplina capaz de combinar el conocimiento biológico con un conocimiento de los sistemas de valores humanos”.  En la bioética se trata de analizar cuestiones como la reproducción asistida, la clonación embrionaria, la manipulación genética, las nuevas terapias clínicas, los tratamientos paliativos del dolor, la experimentación farmacológica con seres humanos, para decirlo brevemente, todo lo que implica intervención científica y técnica en el nacimiento, la muerte y el tratamiento de la enfermedad, analizarlo –digo- desde la perspectiva de los valores éticos que están en peligro o pueden verse potenciados.

            Son tan apremiantes los problemas a que se enfrenta la bioética, que dicha disciplina se ha convertido en el paradigma de un cambio que puede ir afectando a otros ámbitos igualmente necesitados de reflexión. Un cambio derivado de una convicción doble: a) tenemos una serie de problemas cuyo planteamiento es perentorio, inevitable; b) el abordaje de los problemas no puede corresponderle a una sola disciplina o a una sola ciencia, sino que debe ser fruto de una colaboración de conocimientos diversos.  No podemos eludir ciertos problemas porque hay que tomar decisiones. Cuando fue novedad la reproducción asistida, o las primeras prácticas de eutanasia, hubo que decidir si aquellos procedimientos, hasta entonces inéditos o impensables, eran correctos o no. Y la cadena de interrogantes no ha cesado desde entonces. Partimos de un axioma según el cual no todo lo que es técnicamente posible es éticamente correcto. Para juzgar esa corrección ética hay que repasar no sólo grandes principios y derechos fundamentales –dignidad de la persona, derecho a la vida, autonomía del paciente-, sino considerar si es justo abandonar investigaciones más básicas –como la destinada a acabar con el hambre en el mundo- para centrarse en otras que responden a problemas, sin duda, pero problemas del mundo desarrollado y opulento, y que, por lo tanto, no deja de ser un lujo planteárselos.

            Esta focalización en la reflexión no especializada, sino global, puede conseguir que se establezcan los puentes de comunicación necesarios para que vuelvan a acercarse disciplinas que se han distanciado unas de otras debido a la especialización del saber. En la bioética, por ejemplo, intervienen médicos, biólogos, psicólogos, sociólogos, juristas y filósofos. Cuando los problemas a tratar tienen que ver con la vida no humana: con asuntos como el cambio climático, el deterioro del planeta o los –mal llamados- derechos de los animales, el espectro de disciplinas interesadas se amplia. Esas proclamas tan repetidas en nuestras Universidades sobre las bondades del conocimiento interdisciplinar, tan repetidas y tan imposibles de llevar a la práctica, se están viendo en parte satisfechas por la necesidad de relacionar muchas perspectivas distintas para tratar un problema en toda su profundidad y sin despreciar sus consecuencias para la existencia social y humana.  La filosofía está haciendo ahí una función necesaria, que es la de coordinar y poner en común las distintas visiones de un mismo tema.

            En tercer lugar,  la aproximación ético-reflexiva tiene también como consecuencia una autoconcepción distinta de aquellas profesiones que se ven más afectadas por los problemas de nuestro tiempo. Para seguir con el ejemplo de la bioética, la profesión médica ha tenido que repensarse a sí misma, evitando, por una parte, el modelo paternalista que convertía al paciente en un obediente cumplidor de las directrices ordenadas por el médico. Hoy al paciente se le reconoce autonomía para participar en las decisiones que se toman sobre su cuerpo.  Teniendo en cuenta, además, que la asistencia sanitaria es un derecho universal, un derecho la satisfacción del cual tiene unos costes económicos que carecen de techo dado el desarrollo de la biotecnología, es imprescindible establecer prioridades y tomar decisiones razonables. Es decir, pensar que la medicina debe ser sostenible, lo cual significa que debe ser equitativa y, al mismo tiempo, asegurar a las personas la oportunidad de vivir con un mínimo de calidad.

            Son muchos los valores que la filosofía debe repensar y redefinir, así como la manera de justificarlos y situarlos en relación con las exigencias de una sociedad democrática y un estado de derecho.  Me he referido con más detenimiento a la bioética porque es el campo más estructurado y en el que una serie de filósofos han reencontrado su razón de ser. Pero los problemas que afectan a las sociedades humanas son muchos y todos ellos están faltos de miradas que vayan más allá de lo que Ortega llamó “especialismo”, cuando dijo que combatir “el profesionalismo y el especialismo” era una forma de superar la condición del hombre-masa.  El especialista, el hombre cualificado –escribió Ortega- “se comportará sin cualificación y como hombre-masa en casi todas las esferas de la vida”.

            En un debate que se produjo en los años sesenta, entre dos profesores de filosofía, Manuel Sacristán y Gustavo Bueno, el primero señalaba que el lugar de la filosofía en el conjunto del saber era el de convertirse en algo así como la “sierva” del resto de disciplinas o profesiones. Sacristán rechazaba la enseñanza de la filosofía como un saber sustantivo, sin ventanas hacia fuera de sí misma. Y abogaba, por el contrario, por una filosofía más ubicada en los programas de postgrado, que sirviera para reflexionar sobre el sentido del derecho, la medicina, el periodismo, la política o la biología. Pues bien, la bioética ya ha llevado a la filosofía en esa dirección. Y hay otras profesiones que están pidiendo a gritos un poco de pensamiento sobre los desmanes y despropósitos en que el ejercicio de la profesión desemboca demasiado a menudo. Una de ellas es el periodismo y todo lo que rodea al mundo de la comunicación. Tan importante es salvaguardar la libertad de expresión como impedir que esa libertad se ejerza en detrimento de ciertos derechos como el de las personas a su intimidad y de ciertos valores como el respeto a la convivencia democrática.

            Podría referirme a un sinnúmero de temas que deberían ocupar a la filosofía. Acabaré con uno sólo, que es el que nos preocupa especialmente desde el 11 S, y es cómo combatir el fanatismo y los fundamentalismos, cómo hacer frente al revival de las religiones que se está produciendo, cómo defender con la mesura necesaria nuestros valores más preciados. Hay que volver a plantearse el sentido y el alcance de la tolerancia, de la secularización, de la universalidad de los principios éticos, quizá los mismos derechos fundamentales con el fin de llegar a definir unos derechos realmente universalizables. Habermas, en su último libro, se refiere a la filosofía como la “intérprete de las distintas creencias”, una tarea que hay que realizar a fin de que el diálogo entre religiones no sea pura retórica sino que tenga consecuencias positivas para todos. 
           
            Hablar de fanatismo y de fundamentalismos no es hablar sólo de religiones. También la política se vuelve fundamentalista cuando utiliza unas expresiones poco matizadas para legitimar su postura y descalificar la del adversario. Otro filósofo contemporáneo, Richard Bernstein acaba de publicar un libro donde denuncia lo que él llama “el abuso del mal” por parte de la política de Estados Unidos. Referirse a Irak como el mal o la maldad absoluta, como hizo Bush al acuñar la expresión el “eje del mal” –dice- es “un abuso, porque en lugar de invitarnos a cuestionar y a pensar, el discurso del mal es utilizado para reprimir el pensamiento”.  

            En definitiva, son muchos los peligros que hoy amenazan los valores y los puntos de vista que deberían servir de criterio para distinguir lo que se debe de lo que no se debe hacer, lo que es prioritario de lo que es secundario. No es que en otros tiempos el ser humano fuera mejor. Lo que sí tenía es menos opciones que hoy, menos posibilidades de elegir, vivía en sociedades más cerradas, con referentes que lo esclavizaban y le impedían ver más allá de su entorno inmediato. A medida que las libertades crecen, que hay más movilidad social y desarrollo económico, las posibilidades de actuar son muchas más. Pero aún así, y porque –como dijo Erich Fromm- el ser humano tiene “miedo a la libertad”, la tentación de dejarse llevar por los más poderosos, por las inercias sociales y las dinámicas de turno, no nos hace muy diferentes a los hombres de otras épocas que vivían mucho más prisioneros de sus mundos particulares. Sigue ocurriendo lo que, por ejemplo, Tocqueville denunció en su excelente libro La democracia en América, al referirse a “la vida intelectual de los americanos”: que el mayor peligro para la democracia es la servidumbre de la opinión pública y la concentración en el único valor de la utilidad. Todo ello impide el desarrollo del espíritu ilustrado,  que cada uno llegue a pensar por sí mismo y se ejercite en determinar que es bueno o malo, verdadero o falso. Hoy, con todas las libertades ganadas desde el siglo XVIII, tenemos el mismo problema que denunciara Tocqueville. Con la diferencia de que quizá no caemos en la cuenta de que lo tenemos.

            En la Meditación de la técnica, Ortega concluye su reflexión diciendo que tal vez la enfermedad básica de nuestro tiempo sea “una crisis de los deseos”. Es decir, que el hombre actual no sabe qué ser, “le falta imaginación para inventar el argumento de su vida”. Eso ocurre, en opinión de Ortega, porque no tenemos “especialistas del programa vital”. El técnico supone que ese programa existe, pero nadie se encarga de pensarlo y elaborarlo. Lo cual es  grave si tenemos en cuenta que debe ser el proyecto el que preceda a la técnica y la guíe y no al revés, que es lo que finalmente ocurre.

            Acabo ya, para indicar que si la filosofía es capaz de dirigir su atención a los objetivos que he ido señalando, no será bueno que lo haga sin revestirse de una modestia que, a mi juicio, le es intrínseca aunque pocos filósofos hayan hecho o hagan gala de ella. Como decía más arriba, la característica del pensamiento filosófico es que es aporético. Sus problemas carecen de solución satisfactoria. La aporía es lo que distingue a una cuestión científica de una perplejidad filosófica. Hace ya tiempo que se viene diciendo que el arte del filósofo es hacer preguntas, no dar respuestas. Es importante insistir en ello para evitar que el filósofo acabe convirtiéndose en un especialista más, una especie de “consultor” que aconseja, recomienda o dictamina sobre cuestiones más o menos metafísicas. Sería la perversión de la filosofía.

            La filosofía que sobrevivirá al capitalismo salvaje que destruye todo aquello que no es útil para sus fines, es una filosofía que se erija en motor del pensamiento y de la reflexión sobre los problemas del presente.  Una filosofía que piense e incite a pensar y que no desdeñe las incongruencias de ese pensamiento con la obsesión por la obtención de resultados verificables y comprobables.  No puedo estar más de acuerdo con las declaraciones recientes de un apasionado de los libros y la lectura, Alberto Manguel, poniendo de manifiesto las razones de la falta de prestigio de los libros y las bibliotecas. “Las calidades que tiene la tecnología, por razones económicas, son las que nuestra sociedad pone por delante. Hace cincuenta años, la biblioteca estaba en el centro de la sociedad, nadie discutía que leer era importante, pero el capitalismo salvaje actual no puede permitirse un consumidor lento. La literatura, en cambio, requiere que te detengas, que reflexiones, que nunca alcances una conclusión. Nunca puedes saber si don Quijote está loco o no. Como sociedad tenemos que decir que el acto intelectual es importante”.  Añado: como sociedad y, sobre todo, como Universidad.



                       


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