UTILIDAD DE LA FILOSOFÍA
Victoria Camps
Universidad Autónoma de
Barcelona
I
Suele
decirse que la filosofía nace de la admiración (thaumasthein) y del deseo de saber. Los primeros filósofos se
preguntan por muchas cosas que no llegan a explicarse: de dónde venimos, hacia
dónde vamos, cuál es el principio de todas las cosas, qué es el movimiento,
cómo es posible que el ser permanezca más allá de los cambios, ¿existe un Ser
Inmutable? Son preguntas muchas de las cuales permanecen sin respuesta y,
formuladas de otra forma, no han dejado de ser objeto de la preocupación de los
filósofos.
En
este sentido, se ha entendido la filosofía como la madre de todas las ciencias.
Casi hasta el siglo XVIII, los filósofos no eran sólo, como hoy, humanistas,
hombres de letras, sino, al mismo tiempo, científicos: matemáticos, geómetras,
físicos, psicólogos, sociólogos. Su aproximación
a las cosas era mucho más completa que la de los especialistas de nuestro
tiempo. Más completa porque el conjunto
del conocimiento era mucho más abarcable que hoy.
Como
consecuencia de la división del saber, las ciencias se han ido autonomizando y
atomizando. Las ciencias exactas, las ciencias naturales, las ciencias de la
salud, las ciencias sociales se han ido constituyendo en distintos ámbitos del
conocimiento cada uno de los cuales, a su vez, se ha subdividido en una serie
de disciplinas independientes e incomunicadas entre sí. Este es el panorama que
ofrecen los centros del conocimiento superior que son las universidades. Un
panorama muy distinto al que presentaba la universidad medieval, e incluso la
universidad dieciochesca, dibujada por Kant en El conflicto de las facultades, cuando las Facultades en conflicto
eran, nada menos, que la Teología, la Medicina y la Filosofía.
De
la evolución del conocimiento y su fragmentación en distintas ciencias o
disciplinas cada vez más específicas y especializadas derivan una serie de consecuencias,
una de las cuales es la brecha cada vez mayor entre las llamadas “dos
culturas”. Por un lado, la cultura científica, las ciencias empíricas, exactas
y naturales; por el otro, la cultura humanística. Entre ambos polos, unas ciencias sociales que
pugnan por ubicarse en el área de la cultura científica y abandonar la de las
humanidades, fascinadas por la exactitud, el rigor y sobre todo el prestigio
que acompaña a las ciencias propiamente dichas. Dicha separación –como notó el
primer denunciante de la misma, el oncólogo C.P. Snow- es especialmente
lamentable por la incomunicación que ha derivado de la distancia entre las dos
culturas. Hoy es muy difícil que los científicos de unos y otros ámbitos
lleguen no ya a entenderse, en las jergas particulares desarrolladas por cada
uno de ellos, sino que tengan la
voluntad de comunicarse. La mutua extrañeza, la indiferencia, la falta de
curiosidad o el desprecio son las actitudes que suelen caracterizar a los que
se mueven en su torre de marfil y no sienten ninguna necesidad de salir de ella
para asomarse al exterior.
No
hace falta explicar con mucho detalle que la facultad universitaria que ha
acabado siendo la más damnificada por la evolución del saber, la cenicienta de
las facultades, es la que tradicionalmente ha respondido a la denominación de
“Filosofía y Letras”. No sólo las ciencias humanas, y muy en especial la
Filosofía, han ido siendo testigo de cómo las ciencias más empíricas les iban
arrebatando los productos que cultivaban, sino que, al mantenerse fieles a su
vocación primera que era la admiración y la contemplación (theorein), han ido perdiendo el atractivo que en tiempos tuvieron.
Al pragmatismo, al sentido exclusivamente utilitario, a la búsqueda de una
rentabilidad mayormente económica, que caracterizan al mundo de hoy, les cuesta
dar una respuesta satisfactoria y convincente a la pregunta: ¿para qué sirven
la filosofía, la historia, la filología?
¿A qué viene que sigamos manteniendo las facultades de humanidades
cuando hay una oferta de conocimientos y de futuros profesionales mucho más
demandados y, sobre todo, necesarios, útiles? ¿Qué otra cosa pueden hacer los
filósofos que reproducir su propia historia, reflexionar sobre lo que dijeron
Aristóteles, Platón, Descartes, Kant o Nietzsche, esto es, mantener unos
conocimientos muertos que, como mucho, sólo se justifican como parte de nuestro
patrimonio cultural?
Sin
duda dicha tarea, la de conservar y cultivar el patrimonio filosófico, ya sería
justificación suficiente para que los estudios de filosofía se mantuvieran.
Pero lo que pretendo defender aquí es otra cosa. Me propongo defender la
utilidad de la filosofía en nuestro tiempo, mi convicción de que los filósofos
tienen una función que cumplir en la sociedad desespiritualizada en la que
vivimos. La función de distanciarse de la realidad para pensarla, intentar
entenderla y, si cabe, juzgarla. Es cierto que todas las ciencias realizan
dicha función, pero la aplican a un objeto de conocimiento muy delimitado. Ahí
está la diferencia con la filosofía cuyo objeto de estudio es, sin duda,
amplísimo, pero en ningún modo desprovisto de interés. Lo constituyen ni más ni
menos que los problemas que hoy tiene
planteados el ser humano, problemas que, evidentemente, tendrán, en cada caso,
componentes físicos, biológicos, médicos, sociológicos, psicológicos, pero que,
como tales problemas, no son abarcables en exclusiva por ninguna de las
ciencias especializadas. En la era de la globalización, la filosofía podríamos
decir que aporta esa visión global que se hace imprescindible cuando el
problema es abandonado como irresoluble o implanteable por las distintas
ciencias.
Tal
condición del filósofo, a la vez que es necesaria ante una realidad sembrada de
grandes problemas, es la que le
convierte en un personaje inepto para la vida activa, para la gestión o para la
política. Ya en la Antigüedad griega, los filósofos fueron sistemáticamente
ridiculizados por estar en las nubes y no saber aterrizar ante las cuestiones
más cotidianas. Se cuenta que Tales de Mileto, mirando a los astros, no vio el
pozo que tenía a sus pies, en el que cayó provocándole la muerte. Platón, en
varios de sus Diálogos, saca a personajes que se ríen de la torpeza de los
filósofos para defender una causa ante los tribunales. Aun así, y al lado de
tales críticas, el mismo Platón se encarga también de hacer el elogio del
filósofo como el único que es capaz de discurrir libremente sin subordinar sus
pensamientos y a los imperativos de nadie. El filósofo es libre y tiene el ocio
suficiente para pensar con tranquilidad y sin los apremios cotidianos o de los
poderes de turno. El filósofo no está subordinado a su discurso sino que éste
le pertenece (cf. Teeteto, 172 ss.).
De
todos los personajes que aparecen en los Diálogos platónicos, Sócrates es, sin
duda, el que encarna mejor la libertad del filósofo. Una libertad que ejerce
con ironía, desde la convicción de que su saber es limitado, una actitud
aparentemente modesta, que le permite cuestionarlo irónicamente todo. Sócrates
se dedica sistemáticamente a poner de manifiesto la ignorancia de quienes se
creen sabios, los sofistas. Lo hace por el procedimiento de no dar nada por
válido sin haberlo analizado meticulosamente, tratando de encontrar la cara
escondida de las cosas, lo que pasa desapercibido para las mentes poco
profundas, dedicándose a plantear problemas donde parece que todo está
perfectamente claro. Esa práctica le
conduce asimismo a la muerte. Los poderosos no toleran la crítica corrosiva de
la “mosca cojonera” que es Sócrates y le condenan sin escrúpulos.
Si
damos un salto hasta la época moderna, nos encontramos con otro filósofo que
proclama sin paliativos el valor del pensamiento libre: Immanuel Kant. En el
opúsculo titulado “¿Qué es la Ilustración?” responde a la pregunta por él mismo
planteada diciendo que ser ilustrado no
es otra cosa que atreverse a pensar por uno mismo. El ilustrado ha alcanzado la
mayoría de edad intelectual, se ha emancipado de los conocimientos adquiridos
para quedarse sólo con aquellos que merecen la pena y le sirven para seguir
pensando y viviendo correctamente. El sapere
aude!, “atrévete a saber” es, a juicio de Kant, la máxima que sirve de guía
al pensamiento ilustrado. Un pensamiento que no se ampara en las revelaciones
de los dioses ni en explicaciones ajenas a las que provienen de la razón
humana. Un pensamiento que hace el esfuerzo de caminar por sí solo, sin
dependencia ninguna.
Para
acabar con este recorrido por algunos momentos de la filosofía, quiero
referirme a una filósofa que, recogiendo la herencia kantiana, proclama que el
pensamiento y el juicio constituyen el núcleo de la conciencia moral. Me
refiero a Hanna Arendt, la filósofa judía que, tras acudir al juicio del
dirigente nazi Albert Eichmann, escribe el conocido libro, Eichmann en Jerusalén, y le pone el subtítulo: La banalidad del mal. Es la
conclusión que saca Arendt de asistir al juicio: que Eichmann no era
precisamente un hombre malvado ni diabólico. Era un mero burócrata, un
individuo que dejó de pensar y de preguntarse por la bondad o maldad de lo que
la máquina burocrática le ordenaba que hiciera. Más que un ser especialmente
perverso, era “superfluo” como ser humano, intercambiable con cualquier otro
individuo de su misma calaña. Una víctima del totalitarismo cuyo objetivo
último es precisamente este: convertir a los individuos en seres superfluos,
acabar con la individualidad y, en consecuencia, con la libertad.
Pues
bien, esa dedicación al pensamiento que siempre ha sido característica, y casi
privativa, de la filosofía, creo que hoy es más necesaria que nunca. Lo es
porque el pensamiento ha desaparecido de nuestra realidad. Vivimos en la
sociedad llamada de la información. La red de comunicaciones que nos conectan
con lo más recóndito del mundo, es cada vez más sofisticada y más completa.
Estamos informados o podemos obtener información de casi todo. Pero no pensamos
sobre esa información. La información es fugaz: empieza y acaba en muy pocos
días. No da tiempo a profundizar en
ninguna cuestión. La noticia tiene que ser siempre nueva, una primicia. Las
noticias se gastan muy rápido y en seguida aburren. La información mediática
está en el extremo opuesto de ese discurso libre que Platón le adjudicaba al
filósofo, que está provisto del ocio y la
independencia suficientes para dedicarse a pensar en lo que quiera y
como quiera.
Mucha
información pero insuficiente e insatisfactoria, tal es la realidad. Desarrollo
impresionante de las ciencias, pero las grandes preguntas siguen irresueltas.
Podemos hacernos eco de lo que Ludwig Wittgenstein reconocía hace casi un
siglo: “Tenemos la sensación de que aún cuando todas las posibles preguntas
científicas tuvieran respuesta, no habríamos tocado en absoluto los grandes
problemas de la vida”.
La
función de la filosofía es pensar. Pero, no nos engañemos. El pensar tiene unas
características que lo hacen poco fiable. Dedicarse a pensar tiene toda la
apariencia de ser una tarea inútil. Porque no está nada claro que pensar sobre
las cuestiones más difíciles conduzca al saber, sea útil para la vida, resuelva
los enigmas del mundo ni de fuerzas para la acción. De esta forma tan poco
alentadora, por lo menos, resumía Heidegger las características del pensamiento
en su conocido ¿Qué significa pensar?. La respuesta a la pregunta –dice Heidegger- se
resume en cuatro frases:
1. El
pensar no conduce a ningún saber, a diferencia de las ciencias.
2.
El pensar no trae una sabiduría útil para la
vida
3.
El pensar no resuelve ningún enigma del mundo.
4.
El pensar no confiere inmediatamente ninguna
fuerza para la acción.
No
podemos pedirle mucho al pensar, efectivamente. Por lo menos, no podemos
pedirle resultados verificables, que es lo que puede dar la ciencia empírica.
El pensar filosófico es omniabarcante, pero modesto. O dicho con la expresión de los antiguos: es aporético. Suele llevar a callejones sin
salida. De ahí la indiferencia o el desprecio que merece la dedicación a la
actividad de pensar en una época donde lo que se valora, por encima de todo, es
la productividad, la eficacia y la rentabilidad económica.
II
Hemos
dicho que lo que caracteriza al pensamiento filosófico, según la opinión casi
generalizada de las voces más autorizadas, es la libertad y la independencia de
cualquier tipo de ataduras sean éstas políticas, religiosas o económicas. La única dependencia, por
llamarla así, que tiene la filosofía es, en todo caso, la de su propia inercia
discursiva. Ninguna disciplina escapa a la dominación de las escuelas, de las
modas y de lo que, en cada momento histórico, se lleva. Así, en el siglo XX
hemos pasado por la moda existencialista, analítica, estructuralista,
deconstruccionista. En cualquier caso, y más allá de las distintas corrientes
de pensamiento, lo que hoy predomina en filosofía es una clara tendencia hacia
la reflexión moral y política. Los grandes filósofos de la actualidad destacan
en ese campo y no en otros tradicionalmente más potentes como lo fueron la metafísica,
la epistemología o la historia. Filósofos como Habermas, Rawls, Rorty,
Finkielkraut se dedican, sobre todo, a reflexionar sobre la justicia
distributiva, el conflicto religioso, la eugenesia, la política de Bush, el imperio del lujo.
Hay
un ámbito, especialmente, en el que la filosofía ha entrado plenamente
contribuyendo a construir una disciplina nueva. Me refiero a la bioética, el
fin de la cual es reflexionar sobre todos aquellos problemas que afectan a la
vida en la tierra y, sobre todo, a la vida humana. El inventor del vocablo
“bioética” fue un cancerólogo norteamericano, V.R. Potter, que, en 1971, sintió
la necesidad de dar nombre a “una nueva disciplina capaz de combinar el
conocimiento biológico con un conocimiento de los sistemas de valores
humanos”. En la bioética se trata de
analizar cuestiones como la reproducción asistida, la clonación embrionaria, la
manipulación genética, las nuevas terapias clínicas, los tratamientos
paliativos del dolor, la experimentación farmacológica con seres humanos, para
decirlo brevemente, todo lo que implica intervención científica y técnica en el
nacimiento, la muerte y el tratamiento de la enfermedad, analizarlo –digo-
desde la perspectiva de los valores éticos que están en peligro o pueden verse
potenciados.
Son
tan apremiantes los problemas a que se enfrenta la bioética, que dicha
disciplina se ha convertido en el paradigma de un cambio que puede ir afectando
a otros ámbitos igualmente necesitados de reflexión. Un cambio derivado de una
convicción doble: a) tenemos una serie de problemas cuyo planteamiento es
perentorio, inevitable; b) el abordaje de los problemas no puede corresponderle
a una sola disciplina o a una sola ciencia, sino que debe ser fruto de una
colaboración de conocimientos diversos. No
podemos eludir ciertos problemas porque hay que tomar decisiones. Cuando fue
novedad la reproducción asistida, o las primeras prácticas de eutanasia, hubo
que decidir si aquellos procedimientos, hasta entonces inéditos o impensables,
eran correctos o no. Y la cadena de interrogantes no ha cesado desde entonces.
Partimos de un axioma según el cual no todo lo que es técnicamente posible es
éticamente correcto. Para juzgar esa corrección ética hay que repasar no sólo
grandes principios y derechos fundamentales –dignidad de la persona, derecho a
la vida, autonomía del paciente-, sino considerar si es justo abandonar
investigaciones más básicas –como la destinada a acabar con el hambre en el
mundo- para centrarse en otras que responden a problemas, sin duda, pero
problemas del mundo desarrollado y opulento, y que, por lo tanto, no deja de
ser un lujo planteárselos.
Esta
focalización en la reflexión no especializada, sino global, puede conseguir que
se establezcan los puentes de comunicación necesarios para que vuelvan a
acercarse disciplinas que se han distanciado unas de otras debido a la
especialización del saber. En la bioética, por ejemplo, intervienen médicos,
biólogos, psicólogos, sociólogos, juristas y filósofos. Cuando los problemas a
tratar tienen que ver con la vida no humana: con asuntos como el cambio
climático, el deterioro del planeta o los –mal llamados- derechos de los
animales, el espectro de disciplinas interesadas se amplia. Esas proclamas tan
repetidas en nuestras Universidades sobre las bondades del conocimiento
interdisciplinar, tan repetidas y tan imposibles de llevar a la práctica, se
están viendo en parte satisfechas por la necesidad de relacionar muchas
perspectivas distintas para tratar un problema en toda su profundidad y sin
despreciar sus consecuencias para la existencia social y humana. La filosofía está haciendo ahí una función
necesaria, que es la de coordinar y poner en común las distintas visiones de un
mismo tema.
En
tercer lugar, la aproximación
ético-reflexiva tiene también como consecuencia una autoconcepción distinta de
aquellas profesiones que se ven más afectadas por los problemas de nuestro
tiempo. Para seguir con el ejemplo de la bioética, la profesión médica ha
tenido que repensarse a sí misma, evitando, por una parte, el modelo
paternalista que convertía al paciente en un obediente cumplidor de las
directrices ordenadas por el médico. Hoy al paciente se le reconoce autonomía
para participar en las decisiones que se toman sobre su cuerpo. Teniendo en cuenta, además, que la asistencia
sanitaria es un derecho universal, un derecho la satisfacción del cual tiene
unos costes económicos que carecen de techo dado el desarrollo de la
biotecnología, es imprescindible establecer prioridades y tomar decisiones
razonables. Es decir, pensar que la medicina debe ser sostenible, lo cual
significa que debe ser equitativa y, al mismo tiempo, asegurar a las personas
la oportunidad de vivir con un mínimo de calidad.
Son
muchos los valores que la filosofía debe repensar y redefinir, así como la
manera de justificarlos y situarlos en relación con las exigencias de una
sociedad democrática y un estado de derecho.
Me he referido con más detenimiento a la bioética porque es el campo más
estructurado y en el que una serie de filósofos han reencontrado su razón de
ser. Pero los problemas que afectan a las sociedades humanas son muchos y todos
ellos están faltos de miradas que vayan más allá de lo que Ortega llamó
“especialismo”, cuando dijo que combatir “el profesionalismo y el especialismo”
era una forma de superar la condición del hombre-masa. El especialista, el hombre cualificado
–escribió Ortega- “se comportará sin cualificación y como hombre-masa en casi
todas las esferas de la vida”.
En
un debate que se produjo en los años sesenta, entre dos profesores de
filosofía, Manuel Sacristán y Gustavo Bueno, el primero señalaba que el lugar
de la filosofía en el conjunto del saber era el de convertirse en algo así como
la “sierva” del resto de disciplinas o profesiones. Sacristán rechazaba la
enseñanza de la filosofía como un saber sustantivo, sin ventanas hacia fuera de
sí misma. Y abogaba, por el contrario, por una filosofía más ubicada en los
programas de postgrado, que sirviera para reflexionar sobre el sentido del
derecho, la medicina, el periodismo, la política o la biología. Pues bien, la
bioética ya ha llevado a la filosofía en esa dirección. Y hay otras profesiones
que están pidiendo a gritos un poco de pensamiento sobre los desmanes y
despropósitos en que el ejercicio de la profesión desemboca demasiado a menudo.
Una de ellas es el periodismo y todo lo que rodea al mundo de la comunicación.
Tan importante es salvaguardar la libertad de expresión como impedir que esa
libertad se ejerza en detrimento de ciertos derechos como el de las personas a
su intimidad y de ciertos valores como el respeto a la convivencia democrática.
Podría
referirme a un sinnúmero de temas que deberían ocupar a la filosofía. Acabaré
con uno sólo, que es el que nos preocupa especialmente desde el 11 S, y es cómo
combatir el fanatismo y los fundamentalismos, cómo hacer frente al revival de
las religiones que se está produciendo, cómo defender con la mesura necesaria
nuestros valores más preciados. Hay que volver a plantearse el sentido y el
alcance de la tolerancia, de la secularización, de la universalidad de los
principios éticos, quizá los mismos derechos fundamentales con el fin de llegar
a definir unos derechos realmente universalizables. Habermas, en su último
libro, se refiere a la filosofía como la “intérprete de las distintas
creencias”, una tarea que hay que realizar a fin de que el diálogo entre
religiones no sea pura retórica sino que tenga consecuencias positivas para
todos.
Hablar
de fanatismo y de fundamentalismos no es hablar sólo de religiones. También la
política se vuelve fundamentalista cuando utiliza unas expresiones poco
matizadas para legitimar su postura y descalificar la del adversario. Otro
filósofo contemporáneo, Richard Bernstein acaba de publicar un libro donde
denuncia lo que él llama “el abuso del mal” por parte de la política de Estados
Unidos. Referirse a Irak como el mal o la maldad absoluta, como hizo Bush al
acuñar la expresión el “eje del mal” –dice- es “un abuso, porque en lugar de
invitarnos a cuestionar y a pensar,
el discurso del mal es utilizado para reprimir el pensamiento”.
En
definitiva, son muchos los peligros que hoy amenazan los valores y los puntos
de vista que deberían servir de criterio para distinguir lo que se debe de lo
que no se debe hacer, lo que es prioritario de lo que es secundario. No es que
en otros tiempos el ser humano fuera mejor. Lo que sí tenía es menos opciones
que hoy, menos posibilidades de elegir, vivía en sociedades más cerradas, con
referentes que lo esclavizaban y le impedían ver más allá de su entorno
inmediato. A medida que las libertades crecen, que hay más movilidad social y
desarrollo económico, las posibilidades de actuar son muchas más. Pero aún así,
y porque –como dijo Erich Fromm- el ser humano tiene “miedo a la libertad”, la
tentación de dejarse llevar por los más poderosos, por las inercias sociales y
las dinámicas de turno, no nos hace muy diferentes a los hombres de otras
épocas que vivían mucho más prisioneros de sus mundos particulares. Sigue
ocurriendo lo que, por ejemplo, Tocqueville denunció en su excelente libro La democracia en América, al referirse a
“la vida intelectual de los americanos”: que el mayor peligro para la
democracia es la servidumbre de la opinión pública y la concentración en el
único valor de la utilidad. Todo ello impide el desarrollo del espíritu
ilustrado, que cada uno llegue a pensar
por sí mismo y se ejercite en determinar que es bueno o malo, verdadero o
falso. Hoy, con todas las libertades ganadas desde el siglo XVIII, tenemos el
mismo problema que denunciara Tocqueville. Con la diferencia de que quizá no caemos
en la cuenta de que lo tenemos.
En
la Meditación de la técnica, Ortega
concluye su reflexión diciendo que tal vez la enfermedad básica de nuestro
tiempo sea “una crisis de los deseos”. Es decir, que el hombre actual no sabe
qué ser, “le falta imaginación para inventar el argumento de su vida”. Eso
ocurre, en opinión de Ortega, porque no tenemos “especialistas del programa
vital”. El técnico supone que ese programa existe, pero nadie se encarga de
pensarlo y elaborarlo. Lo cual es grave
si tenemos en cuenta que debe ser el proyecto el que preceda a la técnica y la
guíe y no al revés, que es lo que finalmente ocurre.
Acabo
ya, para indicar que si la filosofía es capaz de dirigir su atención a los
objetivos que he ido señalando, no será bueno que lo haga sin revestirse de una
modestia que, a mi juicio, le es intrínseca aunque pocos filósofos hayan hecho
o hagan gala de ella. Como decía más arriba, la característica del pensamiento
filosófico es que es aporético. Sus problemas carecen de solución satisfactoria.
La aporía es lo que distingue a una cuestión científica de una perplejidad
filosófica. Hace ya tiempo que se viene diciendo que el arte del filósofo es
hacer preguntas, no dar respuestas. Es importante insistir en ello para evitar
que el filósofo acabe convirtiéndose en un especialista más, una especie de
“consultor” que aconseja, recomienda o dictamina sobre cuestiones más o menos
metafísicas. Sería la perversión de la filosofía.
La
filosofía que sobrevivirá al capitalismo salvaje que destruye todo aquello que
no es útil para sus fines, es una filosofía que se erija en motor del
pensamiento y de la reflexión sobre los problemas del presente. Una filosofía que piense e incite a pensar y
que no desdeñe las incongruencias de ese pensamiento con la obsesión por la
obtención de resultados verificables y comprobables. No puedo estar más de acuerdo con las
declaraciones recientes de un apasionado de los libros y la lectura, Alberto
Manguel, poniendo de manifiesto las razones de la falta de prestigio de los
libros y las bibliotecas. “Las calidades que tiene la tecnología, por razones
económicas, son las que nuestra sociedad pone por delante. Hace cincuenta años,
la biblioteca estaba en el centro de la sociedad, nadie discutía que leer era
importante, pero el capitalismo salvaje actual no puede permitirse un
consumidor lento. La literatura, en
cambio, requiere que te detengas, que reflexiones, que nunca alcances una
conclusión. Nunca puedes saber si don Quijote está loco o no. Como sociedad
tenemos que decir que el acto intelectual es importante”. Añado: como sociedad y, sobre todo, como
Universidad.
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